Debemos
aprender a llamarnos por el nombre
a
enunciarnos como si fuésemos un conjuro milenario
o la
piedra filosofal hecha cantata.
Evitar
epítetos nada originales
[que
son más bien benevolentes].
Debemos
decir “Fulano” o “Sutano”
con
la fuerza sonora vibrante que lo acompaña.
Así, “Fulano”
resonará en el viento hasta
que
el último vibrato desaparezca.
El “mi
amor” no será más nunca necesario.
“Mengano”,
para llamar al gozo, al mismo acto primigenio,
al
génesis, al orgasmo.
“Perengano”
hasta terminar el aliento,
“Sutano”,
mientras se unen los sexos
y el
temblor placentero trepa por la espalda:
El
nombre como afrodisíaco prosódico…
natural,
lingüístico,
fonético,
como reafirmación del que habita humedades
que provoca marejadas.
“Merengano” como activador erótico…
Debemos gozarnos desde ahí,
desde el vocablo primero que nos hace reaccionar
entre multitudes.
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