Exiliar
la vida de nosotros,
dejar
atrás el llanto
cualquier dolencia,
los diluvios,
la falta de argumentos para la supervivencia;
o la
cotidianidad del hastío,
—porque
en este país todo el mundo está enfermo de hastío o tedio—.
Marchar
más allá de lo establecido, de lo permitido
de lo
socialmente aceptado y
huir;
porque
en el fondo se tiene la teoría,
la
débil esperanza,
de
que todo escape calmará los sufrimientos.
Huir,
de ser posible,
de
uno mismo,
de la
sonoridad del nombre
y la persistencia de escucharlo
—en voz de cualquiera,
o de todo el mundo—.
¿O
será un destierro lo que necesitamos?
Exiliar
al destino de cada uno:
mandarlo al coño.
Escupirlo.
Negarle la barbarie de ser ineludible,
—inalterable—.
Tomar
la vida y mudarla de sitio.
Armar
la rebelión interna
para
derrocar las circunstancias.
Habitar
lo prohibido,
o hasta quizá lo imposible.
Caminar
descalzos.
Beber
poca agua
y andar de la mano con el hambre,
con indiferencia ante el contenido material
de esta vida,
para demostrar [nos]
que vivir es gratis
y respirar no cuesta
cuando se deja atrás
cualquier indicio del futuro.
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