En días pasados tuve una epifanía, una
revelación absoluta. Quizá no sorprendente para la humanidad entera, pero fue
todo un descubrimiento para mí misma. Quiero pensar que ese descubrimiento
quedará para las generaciones que vienen en mi familia y que es ya la ruptura con
la tradición de maltrato que heredé de manera ancestral. Cuando pienso en mis
abuelas, en mi madre, en mis tías, y en mi propia historia, pienso en la gran
fortaleza y el espíritu de constancia que han tenido todas; en mayor o menor
medida siempre fueron mujeres que salieron adelante, cuyos hijos fueron motores
para no dejarse vencer por nada; lo siguiente que pienso es en su eterno
sufrimiento; en las maneras que inventaron para llorar menos, para ocultar los
golpes, para disimular el maltrato emocional que vivieron y en el cansancio de
sus ojos por tanto resistir. Agradezco profundamente que hayan sido tan
fuertes, que parte de su resistencia y lucha continua la tenga en mi carácter;
lo que me hubiera gustado no heredar es ese condicionamiento al llanto y al sufrimiento.
Cada mujer en mi familia vivió el amor de
pareja de manera violenta, con el maltrato como moneda de transacción; sí,
muchas lucharon, se defendieron, otras tuvieron momentos de derrota, pero
ninguna tuvo el valor de dejar de estar en eterna guerra e irse. Mi abuela
ahora está muerta y desde niña me contó el maltrato que sufrió por parte de mi
abuelo. Me contó de sus engaños, de sus golpes, de los más de 10 hijos que tuvo
fuera del matrimonio, de su abandono. Mi abuela fue una mujer fuerte, una
guerrera que se hizo cargo de sus hijos sin ayuda de mi abuelo y siempre salió
a la calle con la frente en alto, llena de dignidad y orgullo. Sin embargo,
cuando mi abuelo enfermó de muerte fue ella quien cuidó de él hasta el último
día de su vida. Y en ese trayecto que duró años, volvió a ser golpeada por él.
Esta historia se repitió, continúa repitiéndose en mis tías, en mi madre un
poco menos, en mí, ahí está. Con diferentes escenarios, detalles más, detalles
menos y otros personajes, pero la historia es la misma. Eterna lucha dentro del
hogar, donde debería ser un lugar seguro; encarnizada guerra con el “amor” (sí,
así entre comillas).
Cuando fui adolescente me cuestioné estas
cosas, me prometí a mí misma que eso no me pasaría jamás. Qué equivocada
estaba. Luego crecí otro poco, estudié más que todas las demás en mi familia
(continúo incluso estudiando ahora), pasaron los años y los hombres violentos
por mi vida. Uno, otro, el que sigue y así… hasta que entendí que no se trataba
de grados universitarios, ni de investiduras que pudiera usar. Se trataba de
mí, de lo que entiendo yo por amor, de lo que permito yo en mi vida, del
respeto que yo misma me tenga.
Algo sí tuve y he tenido a favor siempre, algo
de conciencia. Aún con mis tropiezos con el “macho Alpha, lomo plateado, pelo
en pecho” me resistí a creer que el amor solamente significara eso; que doliera
tanto, que me exigiera la renuncia total a mí y mi esencia para poder tenerlo.
Y en esa conciencia busqué respuestas en diferentes lugares y formas. Leí sobre
psicología, un poco de kabbalá, otro tanto de desarrollo humano, de coaching,
un poco más de feminismo… de todo un poco y así de ecléctico para poder
encontrar un argumento, o varios, que satisficieran mi tremenda sed de
respuestas.
Así que después de enemil cursos transformacionales, terapia, medicamentos para la
depresión, lecturas (hasta de tarot), charlas con verdaderos amigos, reflexión,
meditación, ejercicio, fueron haciendo lo suyo, poco a poco. A veces creo que
el proceso ha sido lento, pero en otras me parece que ha sido tan significativo
y contundente que ha tomado el tiempo justo, que no es posible de otra manera.
Mi revelación llegó un día, después de una
sesión de terapia. Nunca he amado a un
hombre que sea mi pareja. Es duro aceptarlo, es duro leerlo, pero es real y
seguramente sería más duro aún no asumirlo jamás. ¿Por qué estoy tan segura de
que no lo he hecho? Por que el amor que resiste humillaciones y maltrato no es
amor, es condicionamiento que heredé y que no había sido consciente de ello. El
amor no es aquello que aprendí. El amor no es miedo, inseguridad, tampoco
negación de mí misma o manipulación. Hoy lo tengo claro. El amor yo lo
construyo y lo defino como yo quiero. Y en mi conciencia de hoy, lo hago
amable, cálido, libre, sin culpas, divertido. El amor es la expresión mía y del
otro en la total seguridad de ser juntos sin dejar de ser yo misma. El amor no
es completar porque yo, también el otro, nacimos completos.
Mi segunda revelación fue producto de la
anterior. Creo que el problema no es el príncipe azul (o sí, lo es también,
pero desde mi responsabilidad hoy no es así). El problema es la búsqueda de la
princesa para encontrar al príncipe azul. Ojo, ser princesa no es ser guapa,
arreglada, vanidosa… es tener la necesidad de ser rescatada y protegida…por el
hombre “amado”. Es crecer pensando que necesitamos protección y que los hombres
son quienes nos protegerán del mundo y sus peligros. Así que es necesario matar a la princesa;
asesinarla y dejarla enterrada en un bosque lejano para no volver a saber de
ella. Esta idea no es producto de las películas de Disney es producto de la
educación, de la cultura imperante, del ejemplo que nos dieron de niñas. Ser
una princesa es creer que cuando alguien me maltrata es porque hay algo malo en
mí, porque no fui lo suficientemente buena, o linda, o dispuesta… Dejar de ser
princesa es asimilar que no hay nada malo en mí, que soy quien decida porque me
construyo a mí misma para mi bienestar; que no necesito que el “amor” de un
hombre me dé felicidad porque eso es responsabilidad y búsqueda únicamente mía.
Matar a la princesa no es sencillo, cada una
debe librar esa batalla a muerte y ganarla. Su muerte simbólica es la conquista
de la libertad, la independencia y la seguridad que se necesitan para
resignificar el amor y para evitar la violencia de pareja. Los finales felices
existen, pero sólo podrían contarlos los muertos y los muertos no hablan. La
búsqueda del final feliz es una mentira absoluta porque cada día es un
principio y un final que se concatena con otros, pero nadie es una historia
narrada completa, a menos que se encuentre en su funeral. Matar a la princesa
significa ser real, auténtica, tal y como decida construirme a lo largo de la
vida y, con eso, abrir la posibilidad de encontrarme con gente así de real para
compartir la concatenación de momentos.
Hace poco una persona con una cálida sabiduría
me dijo “no podemos juzgar un periodo fuera de su ethos. Es decir, no te
juzgues por tu parte histórica porque es necesaria para aprender”. Y sí, fue un
bálsamo para darle fin al sufrimiento y castigo que me di por tropezar otra vez
con el mismo error.
Nos transformamos diariamente, la conciencia
despierta de a poco. No es justo que debamos pasar por tanta violencia para
entender lecciones tan profundas, quizá no y por eso nuestras hijas tendrán más
herramientas y mejores posibilidades gracias a este grano de arena. Y, lo más
importante, ellas no serán jamás princesas. La princesa muere en mí ahora.